jueves, 29 de noviembre de 2012

Encuentros repentinos


      La llamé y acordamos encontrarnos en mi casa tres días después. Estaba muy ansiosa por verla y supuse, por el tono de voz con el que se despidió, que ella también lo estaba. Hacía tiempo que esperaba a uno de ustedes, me dijo. Mi nerviosismo fue aún mayor luego de esa cálida frase.
      Llegó el día. Un jueves caluroso que anunciaba la proximidad de la primavera. La esperé sintiéndome contenta, inquieta y, quizás, algo nostálgica. La pava ya estaba en el fuego, y las masitas sobre la mesa. Sólo faltaba su llegada... A eso de las cuatro de la tarde tocan timbre. Era ella. Bajé a abrirle y cuando nos miramos y saludamos fue como si nos conociéramos de toda la vida. Así todo, nos presentamos y subimos. Sentadas en la mesa, con mate de por medio, comenzamos nuestra esperada charla, o mejor dicho, su relato y mis pequeñas intervenciones. Volvimos 39 años en el tiempo, donde la realidad no se parecía en nada a la nuestra. Entonces, comenzó…
      Ella tenía 14 años y estudiaba en el colegio Bellas Artes de La Plata. Él tenía 16 y le faltaban dos años para recibirse de bachiller del Liceo Víctor Mercante de la misma ciudad. Juntos, solían habituar peñas y reuniones donde se relacionaban con militantes de distintas agrupaciones, pero ellos todavía no tenían definida una orientación específica. Él, por ser un joven prolijo y educado, era el único hombre bien recibido en la casa de ella. Es por eso que se pasaban las tardes en el garaje de su casa. Mientras ella hacía artesanías o pintaba, él le hacía compañía con sus charlas, poniendo discos, o sólo estando allí, silencioso, leyendo sus cosas.

A medida que contaba la historia, una sonrisa se dibujaba en su rostro y crecía a lo largo del relato, y sus ojos, cubiertos por un suave maquillaje, parecían iluminados. Hacía años que esperaba hablar con alguien de su entrañable amigo.
      Una tarde, él le confesó que había comenzado a militar para la UES. Fue entonces que ella decidió hacer lo mismo. Si él se involucraba, seguramente estaba bien. Ahora, juntos, comenzaban un camino de lucha.
Día a día, su relación se volvía cada vez más fuerte.
      Hace una pausa, piensa unos segundos, y decide revelar un recuerdo que tenía guardado en lo más profundo. Aquellos ojos iluminados se cristalizaron, y su sonrisa todavía allí, continuaba firme.
Con el paso del tiempo, y la cantidad de horas compartidas cada día, ella comenzó a enamorarse. Algo parecido ha sentido él también. Una de esas tarde, sentados uno al lado del otro, él se acercó lentamente. Quiso besarla. A centímetros de cumplir el deseo adolescente, su hermana, la de ella, entró en el garaje.
      -Creo que deberías cortarte un poco el pelo, le dijo ella a él.

      -No seas como mi vieja, un poco de gomina para las cosas formales, y listo, le contestó él algo inseguro por su tonta conversación.
      En cuestión de segundos la timidez de los dos hizo que sus pieles blancas se volvieran rojas. La intermitente dejó la habitación sin jactarse de lo que sucedía segundos antes de entrar. Ellos volvieron a mirarse, sonrieron, y continuaron con sus actividades cotidianas, pero esta vez algo introvertidos.
      Unos meses después fue el cumpleaños de ella. Cumplía 15, y decidió reunirse en la casa con unas cuantas amigas y él, el único hombre. Atento, como siempre, llegó vestido de traje y con una rosa en la mano. Se lo veía más contento que nunca. En un momento de la velada, le confesó que su felicidad se debía a una joven. Estaba enamorado de una morocha muy hermosa y afortunada. Ella se puso contenta, aunque con un dejo de celos y de tristeza.
      Un tiempo después, él entró en la Facultad de Medicina y comenzó a militar en la JUP. Ya no se veían como antes. Se cruzaban en alguna que otra marcha, movilización o peña, ahora sí como jóvenes militantes.
      A comienzos del 76, ella se puso en pareja con quien hoy es su marido. El joven tenía 22 años y ella 16. Él, por ser también militante, decidió mudarse a Los Hornos pensando que era un lugar seguro. No había nadie de su círculo de conocidos que viviese por allí.
      A ella le encantaba estar en lo de su novio, la hacía sentir grande y libre. Una tarde de julio, tocaron la puerta y ella abrió. Era él. Su amigo, su compañero, a quien no veía hacía meses. Se mezclaron las sensaciones de volverse a ver. Por un lado, completa felicidad y emoción por el reencuentro. Por el otro, temor y nervios por la inseguridad y la desprotección que podría causar en aquellos tiempos conocerse entre militantes vecinos. Ella le presentó a su novio. Conversaron unos minutos y luego se fue. Él había ido en busca de azúcar sin saber a quién podría encontrar. 
      Semanas después, un 18 de agosto de 1976, el novio de ella se encontraba en su casa a punto de acostarse, cuando vio que en la puerta habían dos autos Falcon estacionados, en ellos había un par de hombres. Sabía lo que sucedía... Los encontraron, a él o a sus vecinos… Corrió al patio y se quedó allí, esperando. Los tipos entraron en la casa de los vecinos. Estuvieron horas revolviendo todo; se escuchaban los gritos y las amenazas. Él no se movió de su lugar, sabía que si lo hacía lo agarrarían. Luego de unas horas sólo escuchó el silencio y el fuerte sonido de su respiración, acelerada y profunda.
      Se lo habían llevado. Nunca más supo de él. Su novio temía por su seguridad, pero ella confiaba en su amigo. Sabía que él no los delataría y así fue. Ella tuvo que huir por 48 horas, que era el tiempo estimado que duraban las torturas. Su compañero mantuvo el silencio. Un mes más tarde, ella sería secuestrada junto a nueve compañeros. Estuvo presa tres años y logró sobrevivir a las torturas y atrocidades que hacían sobre su cuerpo.
      Regresamos a la mesa y nos vimos paralizadas. Ella, había largado lo que guardaba hacía años y continuaba recordando aquel beso frustrado, de esa persona que la acompañó durante toda la vida. Yo, escuché por boca de un sobreviviente aquella historia que tanto anhelaba. Terminé con un nudo en la garganta, y aunque deseaba seguir conversando, la impotencia, la tristeza y la alegría se apoderaban de mi cuerpo. Pero por sobre todas las cosas, el orgullo. Esas personas habían luchado hasta el final por perseguir sus ideales. Ellos, intelectuales a su manera, se formaron en la búsqueda de un ideal y pelearon por él día a día, y en muchos casos, como el de él, dejando su vida en el camino.


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